* Reflexiones geopolíticas escritas entre el comienzo de la cuarentena de Covid-19 (Marzo de 2020) y la caída de Donald Trump (fines de 2020).
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Todo parece indicar que el orden mundial de posguerra fría se está desmoronando y que se avecina un nuevo orden, en el que adquieren protagonismo otras potencias emergentes. De manera que se esperan conflictos de envergadura entre las economías más productivas, que se disputan la hegemonía geopolítica, en medio de una feroz competencia comercial.
Europa tiene un serio problema de productividad. Un problema, mayúsculo, en esta etapa de transición hacia una nueva fase del capitalismo.
En la actualidad, la industria de alta tecnología tiene dos grandes costos de producción: el costo energético y el costo laboral. De forma tal que esas son las variables a ajustar si se quieren mejorar los índices de productividad.
China no tiene energía suficiente. Pero resuelve este escollo con su mano de obra barata y disciplinada, un mercado interno infinito y una brutal potencia comercial. Además es una economía bipolar que de puertas para fuera comercia con el mundo como si fuese una economía de mercado. Pero, de puertas hacia adentro, el Estado planifica y ordena la economía para servirla a los grandes capitales, que nutren el crecimiento Chino, maximizando sus márgenes de ganancias al aprovechar relaciones de producción pre-capitalistas.
El desafío de China, para las próximas décadas es apropiarse de las patentes, prototipos y propiedad intelectual de las manufacturas que fabrica a granel. El objetivo fijado por el Congreso del Partido Comunista, cuando ratificó a Xi Xinping, es el de pegar el salto hacia el desarrollo. Dejar de ser la factoría barata de las empresas de alta tecnología extranjeras, para pasar a ser desarrollador de las mismas. La apuesta por un Sillicon Valley made in china ya preanuncia nuevos conflictos, por ejemplo: la competencia por el dominio del 5G, o el intento de Huawei por desbancar a Apple y las consecuentes medidas de Trump contra el gigante asiático que provocó una tensión mundial en el ámbito de las telecomunicaciones.
Rusia y EEUU tienen los costos propios de una economía modernizada, pero resuelven la ecuación productiva con su energía barata. Mientras que las otras potencias (Europa y China) requieren de la importación de energía para hacer funcionar sus complejos industriales.
Algunos países europeos exploran la vía de las energías renovables. Una muy buena política ecológica pero -todavía- poco sustentable como política productiva. China invierte recursos en su carrera energética, apuesta al dominio de una nueva energía libre, barata, infinita y limpia, basada en la fusión nuclear. Una fuente de energía tan prometedora como -aún- distante.
EEUU, Japón y Europa (con Alemania a la cabeza) a su vez vuelcan ingentes esfuerzos productivos hacia la alimentación eléctrica de los automóviles. Pero los hidrocarburos continúan siendo la sangre que recorre las arterias del mercado global y nutre todo el cuerpo del sistema.
Por ello, EEUU y Rusia coordinan acciones militares en Medio Oriente para desestabilizar la región y entorpecer el comercio, a fin de desabastecer a Europa de la energía barata de los jeques árabes. Al secar los engranajes de Europa, EEUU debilita a un competidor y Rusia a un cliente.
EEUU y Rusia son los extremos que sostienen la cuerda floja por la que camina la dirigencia europea a ritmo de equilibrista.
La carrera energética es también un síntoma de la carrera por la hegemonía geopolítica. Quien domine la nueva energía dominará el mundo. Basta con recorrer la historia moderna: las potencias hegemónicas del capitalismo resultaron ser naciones que dominaron una nueva fuente de energía y locomoción, Inglaterra con el carbón y el ferrocarril, luego, EEUU con el petróleo y el automóvil.
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Además de carecer de energía, Europa tiene una mano de obra cara acostumbrada a un alto estándar de vida, una sociedad muy envejecida y poco pujante. Un mercado interno saturado, una ciudadanía empoderada y un sistema político, en apariencia sólido, que sabe asimilar las contradicciones redistribuyendo la bonanza, a fin de mantener la paz social, necesaria para los grandes negocios. Pero que se evidencia muy endeble, cada vez que debe administrar la escasez, impartiendo ajuste y porrazos a diestra y siniestra.
La única forma para Europa de resolver el dilema de la productividad y volverse competitiva, conservando su matriz actual, pareciera ser la vía que está intentando Alemania de robotizar, en un alto porcentaje, la industria. Pero, evidentemente, esto destruirá empleos y traerá serios conflictos sociales y políticos en el mediano plazo.
Debido a décadas de estado de bienestar sólido la calidad de vida de los europeos aumentó drásticamente. La esperanza de vida ronda los 90 años, a la vez que la tasa de natalidad es muy baja.
La forma, cada vez más rectangular, de la pirámide demográfica europea evidencia la tragedia estructural. Todos los países de la Unión están por debajo del nivel de reemplazo generacional.
“La baja y tardía natalidad deja entrever uno de los grandes desafíos a los que se enfrentan los sistemas de pensiones europeos: el envejecimiento de la población.” (Nota de El País 13 NOV 2014 ) “ De cumplirse las proyecciones del Instituto de Política Familiar, en 2050 solo uno de cada ocho europeos tendrá menos de 15 años, el 28% será mayor de 65 y el 11% mayor de 80. Si nada varía, la UE se acerca hacia la insostenibilidad demográfica. Europa será, con nombre y apellido, el Viejo Continente”.
La vieja Europa es una economía poco vigorosa y con destino incierto, que sufre la amenaza de perder centralidad frente al poder comercial de las nuevas potencias emergentes.
Para conservar su estado de bienestar Europa deberá recuperar pronto productividad. Robotizando su industria, a costa de conflicto social y/o mejorando su pirámide poblacional (como lo intenta Francia, con políticas públicas que incentivan a las parejas jóvenes a tener hijos, a cambio de subsidios en euros). Al mismo tiempo, para conservar su situación de privilegio deberá mantener activas sus posiciones geopolíticas militares y comerciales y dar duras batallas por la preservación de la cuota de hegemonía en el sistema mundial, que le permite sostener sus estados inviables, gracias a las remesas de las filiales de sus empresas en el extranjero y a la expoliación económica y financiera de países periféricos.
Pero sobre todo deberá modificar su estructura económica financiera. ¿Tiene la democracia liberal europea la fuerza, las herramientas y la autonomía suficiente para avanzar sobre los privilegios de la elite? De no hacerlo deberá contar con la avidez suficiente para neutralizar los conflictos sociales que devendrán en una consecuente radicalización hacia los extremos de la opinión pública, que cada vez se siente menos contenida por la democracia.
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Hacia adentro -Europa- comienza a ser devorada por sus contradicciones, la ficción demoliberal, empieza a perder funcionalidad social frente a las altas tasas de desempleo, el abandono de los adultos mayores y las políticas de ajuste. La frazada del bienestar empieza a quedar chica y mucha gente está quedando a la intemperie. De continuar esta tendencia no tardará en aparecer, en el seno mismo de Europa, el fenómeno de la marginalidad social . El corazón de Occidente podría sufrir las consecuencias sociales de la globalización del libre mercado que, alguna vez, supo imponer al mundo.
De no cambiar radicalmente su matriz económica Europa se encamina hacia una Latinoamericanización de su base social, creando contradicciones que su sistema político no está preparado para contener.
El demo-liberalismo es cada vez más inoperante para amortiguar la compleja demanda social que suponen las políticas de ajuste que la Unión Europea exige a sus sociedades, para mantener la vigencia de los intereses globales de su elite financiera. Eso se evidencia nítidamente en la aparición y, cada vez mayor, influencia de partidos políticos disruptivos de derecha nacionalista, peligrosamente xenófobos.
Hacia afuera, pierde centralidad geopolítica. Una centralidad que goza desde el siglo XV, cuando empezó a construir su hegemonía sobre un sistema mundo que iba creando a la medida de sus intereses. A mediados del SXX, para no perder esa posición de centralidad, Europa, debió ceder buena parte de la hegemonía a Norteamérica. Y, ahora, es probable que empiece a perder lo que le queda a manos de otras fuerzas. Lo que es seguro es que no lo cederá sin resistencia. La orgullosa Europa no se resignará fácilmente a perder, ni su status de desarrollo y bienestar, ni su posición de privilegio en la globalización. La clase política Europea se ve frente a ese doble desafío. Desde 2019 Merkel y Macron trabajan en conjunto para relanzar la UE, luego de la crisis que provocó la salida de Reino Unido de la Unión.
Si la dirigencia Europea no logra reducir el impacto de está crisis que aprieta, como una pinza, desde dentro y fuera, el colapso será inevitable. Y cuando se encienda el estallido europeo el mundo deberá estar preparado para la reacción furiosa de una Europa desesperada.
Después de esta catástrofe económica que supone la pandemia, evidentemente, será necesaria una reforma profunda del sistema económico global. Es un peligro para la estabilidad mundial dejar caer a Europa hacia el precipicio, la historia de cuenta da ello. Ese movimiento tectónico de las estructuras económicas tendrá sus correspondientes efusiones magmáticas sobre la superficie social y sobre los sistemas políticos, hasta solidificar un nuevo relieve.
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En definitiva, esta crisis sanitaria pone de manifiesto con mayor claridad otra vieja crisis de Occidente respecto al funcionamiento de sus democracias, que se profundizó, a partir de la crisis financiera de 2008, abriendo una grieta entre la funcionalidad de los sistemas políticos y la base material, que no fue resuelta aún y derivó en cambios políticos sustanciales que la ampliaron aún más.
El triunfo de Trump, la salida de EEUU del acuerdo transpacífico y las políticas de protección de la economía nacional , que atentan contra el núcleo económico del sistema global financiero. En América, a razón del triunfo de Trump, hubo un intenso debate respecto a la necesidad de reformar de manera profunda el sistema político y, consecuentemente, el económico dado que el fracaso estrepitoso del liberalismo, en materia social, no encontraría formas de canalización política dentro de los marcos democráticos.
El triunfo del outsider Trump da cuenta de ello, así como el estallido del paradigmático modelo Chileno. La salida de Reino Unido de la Unión Europea (Brexit) que asesta, no solo una herida de muerte a la UE sino también, un duro golpe a la globalización liberal tal como la conocíamos. En este contexto los sistemas democráticos no pueden dar respuesta a las demandas de las mayorías. La era Trump abrió un nuevo paraguas, en tal sentido, para las políticas soberanistas en la periferia. Las políticas disruptivas ofrecen una válvula de escape dentro del marco democrático en América, pero los sistema políticos Europeos, tal como se encuentran configurados, se muestran reacios a asimilar medidas disruptivas.
Los modelos políticos más rígidos como el Chino o el Ruso exhiben victoriosos sus éxitos económicos de las últimas décadas, capaces de sostener políticas de Estado de larga duración que le permiten planificar sus economías con arreglo estratégico a programas de desarrollo y expansión.
Mientras que la clase dirigente de las democracias representativas, aparece ante la sociedad, cada vez más como una clase de gestores administrativos del estado cooptados por los intereses de los grandes empresarios. O, en el mejor de los casos, acorralados por ellos, de tal forma que su margen de acción resulta muy reducido. Y esto se pone de manifiesto, de manera insoslayable, en momentos de crisis, cuando estos gestores tienden a aplicar ajustes por abajo para mantener la estabilidad el sistema.
El arco político demoliberal es muy variopinto, pero quienes realmente cuentan con los recursos para acceder al poder son: o bien las facciones liberales -imbricadas directamente en los grandes negocios y convencidas ideológicas del ajuste- o bien, la otra cara de la moneda, las facciones progresistas, que tienen una impronta socialdemócrata pero que, a la hora de las decisiones, se inclinan por defender los derechos de la gente -en tanto minorías- y poco pueden hacer por los derechos de la gente, en tanto mayorías. Contribuyen así a una disolución política de la sustancia pueblo, funcional a la elite financiera.
Esta nueva izquierda progresista, más relativista que clasista, tras la caída del muro de Berlín viró su fuerza de representación política desde la lucha de clases hacia los conflictos superrestructurales de la tan nombrada "batalla cultutral". Así logró conservar una cuota alta de poder en el sistema político demoliberal global, en convivencia armoniosa con los poderes fácticos, que en nada sienten perjudicados su interés cuando el debate político no gira en torno a la distribución desigual de la renta.
Poco se siente perjudicados los intereses concentrados de la economía, como poco se sienten representados los ciudadanos. He aquí la formula que permite la concentración acelerada de la riqueza mientras que erosiona la representatividad política, abriendo el camino hacia un futuro incierto. Lo que parece ser menos incierto es que en la Europa, que dio a luz las ideas de la democracia moderna, se juega el destino político de Occidente.
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Otra pinza que apreta, por ambos lados, a Europa es la creciente tensión de Oriente y Occidente. Como ya dijimos, Europa al igual que China es un competidor de EEUU con escasa energía. Cuando en la era Trump, Rusia y EEUU asfixiaron a Europa asistimos a gestos diplomáticos que daban cuenta de un viraje de geopolítico de Europa desde la OTAN hacia el cinturón Euroasiático, movido por la necesidad comercial. Pero el destino del proyecto Euroasiático depende múltiples variables, entre ellas, el rol de Rusia, que lleva con tradición milenaria su doble identidad occidental-oriental y que, ahora, debe realinear su destino si es que no quiere fungir de bisagra crujiente mientras se fortalece vendiendo su energía a ambos extremos.
EEUU, luego de la guerra fría, neutralizó el imperialismo ruso convirtiendo a los países de Europa Oriental en aliados de la OTAN, pero hoy Rusia vuelve a ejercer influencia sobre ellos.
Lo cierto es que hay en marcha obras de infraestructura descomunales que integran a los dos gigantes asiáticos. Rusia con el gasoducto nuevo provee a un cliente mayor y la voracidad globalista China ve en Rusia la llave de acceso a Europa. Invirtiendo en puentes, puertos, líneas de ferrocarril y carreteras, la nueva ruta de la seda conecta a China con el corazón de Europa a través de Rusia, por vía terrestre, y a través de Medio Oriente y África, por vía marítima.
China avanza en su ambición hegemónica haciendo suya la tradición geopolítica Occidental, al envolver en su seno, con la prepotencia de sus largos brazos mercantiles, a el Heartland y el Rimland
La asunción de Trump reveló las intenciones de ciertos sectores de las elites globalistas, por detener el avance de la economía China y reubicar a EEUU como única superpotencia hegemónica. Este reajuste de la dirigencia Norteamericana abrió una escalada de guerra comercial con China que, por momentos, tuvo tintes de guerra fría. El autoabastecimiento energético le permitió a Trump abrazarse con Putin y crecer la economía local, en detrimento de las posiciones internacionales de EEUU. Ahora Biden realzará nuevamente la OTAN como valla de contención del avance oriental sobre Europa.
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El crecimiento de la economía China es imparable, indefectiblemente superará pronto -en PBI- a EEUU y se convertirá en la primer potencia económica. Militarmente aún se encuentra lejos de contar con las fuerzas necesarias para imponer una hegemonía global. Pero ya inició la carrera, botando su primer portaviones en el pacífico. Esta nueva guerra fría, a diferencia de la anterior, en lo económico, será una ruda batalla comercial al interior del mercado capitalista y, en lo militar se desarrollará entorno al poder de la marina de guerra, en una carrera armamentística que se cuantificará en portaaviones y, sin duda, iniciará con disputas por el dominio del pacífico sur. EEUU hará valer el poder de sus 14 portaviones y China iniciará -silenciosamente- la carrera armamentística más vertiginosa de la historia. La voracidad comercial de China aparece frente a los industriales yanquis como un monstruo, alimentado por el gran capital Norteamericano, que hoy parece ser demasiado tarde para redimirlo sin crear consecuencias devastadoras para la economía de EEUU y la global.
La única forma de detener el plan de desarrollo Chino es haciendo implosionar su sistema político. Tensar las contradicciones que alberga su economía bipolar, como las que emanan de las nuevas condiciones de vida de la burguesía y la clase media china que pugna por una liberalización social mayor, a fin de que el régimen comunista caiga antes de consumar definitivamente su estrategia de desarrollo y hegemonía global.
O bien, desviando el flujo de inversiones occidentales para desacelerar su crecimiento. En este sentido EEUU comienza a promocionar a India, otro gigante superpoblado asiático, como destino de sus inversiones. Es un movimiento geoestratégico acompañado de un movimiento natural de capitales occidentales que buscan en India, lo que ya no encuentran con facilidad en una China cada vez más desarrollada: una manera de aprovechar formas de producción precapitalistas para maximizar sus ganancias.
Mano de obra barata y disciplinada. Ya sea por la manu militari del neoconfucionismo comunista o -ya sea- por el sistema de castas hinduista; da lo mismo para el gran capital. Cuando las relaciones de producción premodernas favorecen sus intereses -los filántropos de Wall Street- hacen gala de su, conveniente, respeto por la diversidad cultural.